EUFEMIANO
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Lo que se ha dicho    
 

Raúl Chávarri, La pintura Española Actual, Madrid, 1973

EUFEMIANO: PINTURA Y SÍMBOLO"'
"... sueño cruel,
no turbes más mi pecho".
Argensola
Toda pintura es, en primera instancia —puede también que en primer lugar—, pintura; inmediatamente —puede que al par— un símbolo, es decir: un lenguaje de relación entre lo que muestra y lo que aspira. Un cuadro, en efecto, es lo que quería Maurice Denis; "antes que un caballo o una mujer, una superficie recubierta de colores"; pero el cuadro, sin su caballo de batalla y sin su mujer desnuda, sería la negación de sí mismo. Negaciones del cuadro son, entre otras, el "dripping" o el "tachisme", meros chorreos o manchas de color que muchas veces, es cierto no carecen de cierto encanto decorativo.
En la pintura de Eufemiano lo primero que percibimos es a ella misma, a la pintura, por cierto que sensualizada a veces con tanta fruición y tanto refinamiento, que su empaste peculiar podría arrastrarnos a la consideración, bien que bastante técnica, de que lo sobresaliente en ella es la materia pictórica, la "cocina", la cual, digámoslo de pasada, hasta puede conformar toda una estética, una autonomía —matérica— de belleza, como ejemplarmente ocurre en Cossío. Pero detenernos en esta percepción inicial sería mutilar la totalidad del cuadro, complejo mundo en el que se citan y conciertan tantas cosas, tantas —las suficientes— como para dar lugar a un lenguaje, a un sistema de signos que, a su vez, ordenan una articulación de símbolos.
La pintura con más apariencias de literalidad representativa suele ser, a la postre, la más simbólica. Zurbarán, en sus bodegones de cacharros y frutas, viene a significar —a simbolizar ­la resistencia de las ideas y creencias antiguas frente al lenguaje fastuoso y desmesurado del barroco, y el que ello se deba o no a la extemporaneidad del pintor respecto al siglo XVII no quita nada al resultado. Chardin, además de pintar humildes rincones domésticos, lo que hace es reaccionar frente al fausto desmesurado de Versalles. Por eso, aunque Watteau sea tan excelente pintor como Chardin, o quizá más, es Chardin el que más cerca está de nuestro tiempo. Pasan, pues, de objetos de bodegón a signos —símbolos— los temas.
"En la medida en que la obra de arte es un signo del objeto y no una reproducción literal, expresa algo que no le era dado que nosotros tenemos del objeto y que constituye su estructura", dice Lévi-Strauss. Pero en Eufemiano, los objetos reales no están ahí para componer una alegoría, ni siquiera imágenes oníricas, ni metáforas literarias. En Maurice Denis, las cosas se inscriben siempre
en una sublimación de la realidad. En los surrealistas, las cosas se literalizan para subvertirlas, para sacarlas del lugar en que las sitúa la costumbre y, así, desconcertarnos. Eufemiano puede, de alguna manera, participar en la sorpresa de lo surreal en cuanto que aísla con táctica estupefaciente los objetos y acaba convirtiéndolos en algo más —es mucho más— de lo que originariamente eran. Pero lo hace con una metafísica muy otra de la surrealista: se diría que buscando el camino de su intuición mística de las cosas, y con las cosas, del mundo.
Ese proceso, o procedimiento, que conduce a los umbrales de tal intuición (la filosofía india lo llama yoga), se verbaliza plásticamente como en un ansia de llegar a su más allá de la pintura, pero siempre desde la pintura misma, a su metafísica. "El hombre —advierte Freud-­ encuentra en el lenguaje un sustituto del acto". El hombre es, en este caso, el pintor. Quiere el pintor, a través de sus símbolos, acceder del todo al conocimiento de su inconsciente de hombre y de pintura, "esa —dice Jung— prodigiosa herencia espiritual de la evolución del género humano, que renace en cada estructura individual". No se vale para ello, como hacían los surrealistas, del lenguaje promiscuo y, en definitiva, desordenado del sueño. Se vale, por el contrario, de objetos precisos y en modo alguno  alterados.
Que no es, como en el hiperrealismo, una reproducción objetiva de la realidad, ya que es él, el pintor, quien dispone los objetos que previamente ha seleccionado o elegido, no por un impulso estético, sino más bien de acuerdo con lo que el psicoanálisis llama elección objetal. "En este caso —escribe Pierre Pedida—, la noción de elección participa estrechamente de la historia personal"... Y aquí sí que sería esclarecedor detenerse en el análisis de los objetos- símbolo que forman la constante temática de Eufemiano, a modo de un "gran sueño": el maniquí, hermano remoto del homúnculo y mandrágora; la vieira o venera, matriz de Venus, prenda del viaje afortunado; el libro, ardiente espada que herirá siempre a los espíritus de la oscuridad, síntesis del mundo; la armadura, piel del héroe; la cesta, imagen sutil del claustro materno, y la tórtola, cuya voz anuncia el tiempo de la canción y del amor...
Todo ello sobre fondos en que el negro se recrea en sus más ricas gamas. Sobre ese negro impávido que alude constantemente a las tinieblas, a las oscuras pasiones del alma y de la carne, las cosas que va ordenando Eufemiano vienen a ser como criaturas del sol, hijas de la luz Hijas del espíritu, que es, inextricablemente, inteligencia y bondad: Virtud. No conviene pasar de aquí porque ya estamos a punto de vernos rodeados de fantasmas. "Quien anda entre fantasmas —reza un precepto de la Kábala— se vuelve fantasma él también"...
A. M. CAMPOY

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