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Resurrección de la Naturaleza Muerta |
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Noviembre 1984
Galería Heller. Madrid
Sabido es que la gracia del bautismo no asiste a los bautizos del arte cuando este ha de ponerle nombre a un gesto recién nacido de su variada gesticulación.
El recurso a los «ismos» para darle énfasis a palabras tontas impresionismo, expresionismo, surrealismo, y no pare usted de contar ismos es un testimonio de su penuria imaginativa a la hora de darle nombre a sus criaturas.
Tampoco es feliz el arte cuando denomina a ese modo de ser la pintura que da vista al reino vegetal, no en su estado libre de paisaje sino depositado mansamente sobre una mesa para posar ante un pintor. En un intento a ciegas por llamarlo de algún modo surgieron los nombres de «naturaleza muerta», «bodegón», «despensa», «cocina», «colación» e incluso «fruterillo» cuando en el ágape había fruta por medio. Denominaciones insuficientes, porque cualquiera de ellas, deja siempre fuera de su clausura determinadora toda definición lo es a una u otra porción de ese rico tema pictórico. Pero como quiera que yo no me siento facultado para ser denominador -ni siquiera para denominador común de la fecunda creatividad del arte, dejo la fiesta en paz y me atengo a esa denominación de Naturaleza Muerta con la que bautiza este regalo de otoño la galería Heller.
Tenemos aquí a la madre naturaleza en su lugar de descanso, sirviendo de modelo sumiso al arte de pintar. Cabe la sospecha de que alguna «naturaleza muerta» debió decorar ya aquella gruta cósmica donde Adán y Eva tuvieron que refugiar su exilio del Edén. Cuando menos, la imagen de la manzana debió acom- pañarles (ligo yo. Y, seguramente, pintada por Eva, ya que es la mujer quien, todavía hoy, decora el «hábitat» de las tribus primitivas, nuestras contemporáneas, en algún lugar de Africa o de América. Más tarde, sería la mujer de Noé la que pintaría racimos de uva en su bodega. Pero esto es hablar por hablar, si bien es cierto y a la vista está en la historia del arte, que esas «naturalezas muertas», tienen un origen remoto y asoman ya con la primera imagen del hombre, al menos como acólitos de la figura humana. Así las pinto Egipto, en función de ofrenda funeraria para abastecer con frutas el obscuro viaje de los muertos. Porque, antes de ser guirnalda decorativa o corona para el triunfo, ese manso reino vegetal fue ramo exorcista para conjurar el maleficio y despabilar la vida del hombre
Pero en el siglo XVI, la «naturaleza muerta» se licencia de su servidumbre ornamental y toma posesión del cuadro como protagonista de la Pintura. En el catálogo de una reciente exposición de «Bodegones y floreros», el director del Museo del Prado, señor Pérez Sánchez, dejó dicho y bien dicho, por cierto, el bello itinerario que ha seguido ese tema doméstico de la pintura, desde el XVI a Goya. En esos siglos, cada pueblo pintor pone sobre la mesa lo que tiene. A los pueblos, por sus «bodegones» los conoceréis, si son de orza de barro o de vajilla de porcelana, si de vaso de vidrio para el tintorro o de copa esbelta de cristal para la espuma estimulante, si de pan o de tarta, si de hortaliza o de confite, si de carne o de pescado. Visitar en un museo la sala de sus «naturalezas muertas» es echar una ojeada al mercado doméstico de cada país. Dime lo que pintas y te diré qué comes. La mesa española es rica en ácidos, limones y naranjas. Cuando un pincel español se recrea en una fruta que hace la boca agua con solo dejarse mirar, la conciencia vigilante de los Austria, tan española por diestra en eso de aplacar los sentidos, se diligencia para traer a colación unos frutos secos y unos viejos libros de pergamino e incluso alguna calavera, siempre la misma o que parece serlo, como en un acto de contrición que nos convida el ayuno y la abstinencia. Lejos quedan los surtidos «bodegones» el nombre ofende de la «kermesse» flamenca y la mesa inmode¬rada de las fiestas galantes de Fonteneblau o el sensual regocijo de la «naturaleza» veneciana. Todas son mesas-testigo de cada pueblo, incluso cuando ponen la mesa para la última cena donde se fragua la Eucaristía. La mesa de los Austria, nuestra mesa por antonomasia, se abastece con ascética vocación de cardos y ajos arrieros o agasaja su gula poniendo sobre un plato de loza el manjar de un huevo frito. Sólo de vez en cuando, nuestra mesa se obsequia catando una sandía y deja que se introduzca en su ágape de fruta o de flor una mariposilla, como en ese bello «bodegón» de Meléndez, acaso para recordarnos que tambíen las frutas, limas o membrillos, tienen alma.
Ahora, unos diestros pintores españoles resucitan la «naturaleza muerta» y ponen sobre la mesa unas viandas de nuestro tiempo. Quiera Dios que ellas nos abran el apetito de vivir, que buena falta hace. Porque esas frutas con que hace siglos se regala la Pintura no fueron hechas para matar el hambre sino para abrir el apetito, como aquella serranilla que vio asomar por los montes de Lozoyuela el Marqués de Santillana para hacerle decir:
‘...la vi tan lozana
que me fizo gana
la fruta temprana."
Pues aquí tienen ustedes ya la fruta sobre esta mesa que la pintura les ofrece. Buen apetito les desea Manuel Augusto García Viñolas.
Apariciones en medios
ABC
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Obras expuestas |
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1968 · Madrid
Naranjas
(50 x 100 cm) EWV1182
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